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PENSAMIENTOS ERRANTES SOBRE NUESTRA COLOMBIA BIENAVENTURADA

          Colombia es un país en extremo suertudo: tiene dos océanos, absolutamente todo piso térmico posible, tres cordilleras, incontables ríos (uno de ellos el Amazonas y otro el Orinoco), selvas, sabanas, páramos, manglares, llanos, bosques húmedos y secos, tantos pájaros todavía anónimos, tantos secretos (es importante tener secretos pero más importante es nunca contarselos a nadie). En el imaginario de muchos, estos trópicos son el paraíso y el nuestro es tal vez el mejor situado. Somos, según algunos indices inexplicables, el país más feliz del mundo, donde según algunos no hay racismo (porque todos somos Colombianos), donde la bondad es infinita y la pobreza se disfraza de realismo mágico. En todo caso, Colombia es un país en extremo bienaventurado. Existen los ríos, las selvas, la flora, la fauna, el calor, la lluvia, los nevados en toda su belleza y su inmensidad, pero eso no es colombia: eso es solo agua que fluye (o no), animales que ignoran el supuesto nombre de la tierra en que caminan y vegetación que se burla de nuestras porosas fronteras. Nada de eso es Colombia. Colombia es miseria e inhumanidad. Las bondades naturales del país que habitamos no pertenecen a él sino a sí mismas. En ese sentido Colombia no existe. 

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          Nos encanta decir que Colombia es un paraíso: la tierra del olvido, el país que es caribe, pacífico, llanero, amazónico, andino, negro, blanco, indígena etc. El país donde el riesgo es que te quieras quedar. Detengámonos a analizar esta frase por un segundo. Puede verse como un ridículo slogan publicitario que pretende cambiar la imagen de un país fracasado, sumido en el terror de la violencia, donde no puede llegar un gringo sin convertirse en objetivo militar inmediato. Como si el país de verdad hubiera cambiado tanto... Como si de verdad pudiéramos mirar atrás, 20, 30 años y decir que este es otro país, otra Colombia. Y aunque Colombia no existe realmente (como ningún otro país existe más allá del concepto y de la fe), no podemos negar el hecho de que hay varias Colombias (pero eso viene más tarde). Volviendo al slogan: “El riesgo es que te quieras quedar.” Teniendo en cuenta la teoría de la muerte del autor, cabe en esta frase otra posibilidad, una lectura seca que no le atribuya sagacidad, ni mucho menos optimismo, a estas palabras. Sí. Hay muchos riesgos en Colombia, riesgos fatales. Todos los días en los noticieros se hacen evidentes. Pero el mayor de los riesgos, o definitivamente uno de los mayores, es que te quieras quedar. Desarrollar un apego voluntario a este país tan imposible que ha normalizado la violencia, la corrupción y la guerra en cada una de las tres ediciones del noticiero (hasta la del desayuno, pero esa la evito porque a las 6 de la mañana no quiero acordarme que Colombia se manifiesta sin haber yo empezado el día). El riesgo, bajo esta lectura, sí sería que te quisieras quedar. 

          Ser colombiano, por lo menos para mí, es tener Síndrome de Estocolmo. Y bueno, ese es el riesgo para los que vivimos en uno de los lados de esta Colombia bienaventurada. Me refiero al lado donde llegan las noticias; donde la violencia, la miseria, las masacres, la absoluta falta de humanidad llegan solamente a través de voces e imágenes lejanas que viajan por el aire. La gente que está del otro lado del país, vive la atrocidad que es Colombia. (Aún más atroz cuando sucede rodeado de ríos, páramos y selvas. Aún más desgarrador es saber que desarrollamos el infierno en pleno paraíso.) Ellos no sufren por el eco de la tragedia. Son testigos de la imposibilidad de este país. (Claro que hay casos y personas que existen en la frontera entre oír la atrocidad y vivirla, hay quienes la oyeron siempre lejana y un día la vieron de frente, pero eso no nos puede llevar a ignorar la diferencia entre vivir y oír rumores.) Y entonces quien sufre por lo que ocurre en la distancia, por lo que se imagina al oír relatos anónimos, por la desidia que ha gobernado siempre a este país (me refiero a quienes, sin pensarlo dos veces, tildan a unos niños de máquinas de guerra y se adueñan tan descaradamente de palabras como “legitimidad”), se pone a pensar que la suerte es haber nacido en un lado de Colombia y no en el otro. Pero esa suerte es amarga, así como es amargo salir de un restaurante bien comido y ver a una madre cargando en brazos un niño malnutrido. Es como alegrarse de que alguien más sufrió y no uno; alegrarse en un entierro de que uno es quien llora y no quien yace. Nos quedamos atrapados entre la indiferencia, la ceguera, la ignorancia y el hecho innegables, la conciencia titánica de que este país que nos rodea es invisible y, peor, que se repite. Nos llegan las noticias pero no las protagonizamos. ¿Qué tipo de consuelo es ese?

          Tal vez como seres humanos tenemos una compulsión por consolarnos, por ver el vaso medio lleno, por decir que sí es malo pero no tan malo como dicen. (Todos, absolutamente todos, somos presas de ese optimismo irredimible que es primo del ya mencionado síndrome que nos hace sufrir de amor por nuestro captor, pero de esto hablaré más tarde. La verdad es que cada vez es más descorazonante aquella mezquina búsqueda de consuelo en medio de toda esta imposibilidad. Es casi descarado buscarle el lado bueno a una situación plagada de crueldad. ¿Qué pasaría si por una vez dijéramos, esto es imposible, esto es injustificable, esto que es Colombia es catastrófico y no buscáramos consuelo ni un vaso medio lleno? ¿Qué pasaría si rompieramos el vaso? Y claro, me dirán que a pesar de todo hay luz, belleza, amor etc. Y sí, es cierto, la hay. Hay todo eso y en todos lados, pero no en todos lados hay la cantidad de horror a la que nos hemos logrado acostumbrar. No en todos lados está tan normalizado. Aquí algunos se empeñan en decir (no sé si como consuelo o justificación), que no fueron 6,402 sino 1,500. Que es lamentable que hayan sido asesinadas por la policía 9 o 14 personas en una noche pero que no hay que estigmatizar a nuestra fuerza pública. Estoy cansado de que me digan que ponerse la chaqueta de la policía el día después de una masacre no es fascista. “Es un mal mensaje pero no es fascista”. (Esa noche también hubo mucha “mala suerte”.) Hay quienes minimizan la maldad de lo “legítimo” pero viven de hiperbolizar las mismas amenazas ilusorias de siempre, y que lamentan cada muerte pero no hacen nada para prevenirla. 

          Volviendo al tema del Síndrome de Estocolmo: hace poco una guerrilla liberó a un soldado secuestrado. Este dijo que se sentía feliz pero también triste. Dijo: “Yo me sentía como amañado con ellos, la verdad yo no tengo nada que decir o que me hayan dado mal trato. Estoy feliz de estar libre, pero a la vez triste, porque ya me estaba encariñando con ellos”. No es la primera vez que este llamado síndrome se manifiesta de forma tan explícita. Aquí cautivo y captor no son metáforas sino años de cotidianidad. Tal vez hay algo en este hecho que nos incomoda profundamente a todos. Y me parece que esta incomodidad surge de lo que esta situación nos revela: la vida, hasta en sus manifestaciones más atroces, es compleja. Podemos ser víctimas, vernos privados de libertad por años y aún así sentir cariño y sentir amor por quienes nos tienen encerrados. Se dice mucho que Jesús logró sentir amor y compasión por sus victimarios. No se dice mucho que Jesús sufriera de Síndrome de Estocolmo. Ante las visiones maniqueístas y contagiosas de quienes nos han gobernado, esta situación, de amor hacia el captor, se presenta como impase ideológico, porque la legitimidad y el bien son propiedad incuestionable de unos, y la sevicia y el mal, la esencia de los otros. ¿Cómo podríamos llegar a contemplar que un soldado de la patria pueda extrañar a una gente que no son solo sus captores sino, además, guerrilleros marxistas, enemigos de la supuesta legitimidad? Tendría que estar enfermo. (Yo mismo debo confesar que la imagen de ciertas ideas y de la gente que las esboza en la “legitimidad”, o que mata por ellas en otros escenarios, me llena de desprecio y me hace caer a veces en la hipocresía y la contradicción). Colombia nos ha secuestrado con su terrible historia y su imposible presente. ¿Cómo podría uno amar a un país que lo ha rodeado de violencia, de maldad, de imposibilidad, de miseria ajena y propia? Tendría que estar enfermo. 

          Este texto podría durar para siempre examinando diferentes fenómenos que ejemplifican situaciones imposibles, de mala y buena suerte, de estar de uno u otro lado, pero el texto no debe ser eterno. Quisiera, sin embargo, examinar otro tipo de suerte o por lo menos otro nivel de suerte, el más primario: nacer. 

          Suerte significa un sin fin, literalmente, una infinidad de posibilidades reducidas a una sola que sucede. Suerte significa nacer aquí y no allá, a tal hora, de tal vientre, gozando de salud o no, con una voz y no la otra, oyendo las noticias y no  viviéndolas. La suerte parece algo trivial pero en realidad la suerte lo es todo. Especialmente en un país como Colombia donde la suerte te puede poner en la “legitimidad” o en contra de ella. La suerte puede hacerte un supuesto patriota prestando servicio militar obligatorio (a menos de que puedas pagar la libreta militar) o que otros te recluten en contra de tu voluntad y dejes automáticamente, en ojos de la “legitimidad”, de ser un niño. La suerte también nos dicta que las cosas significan una cosa y no la otra dependiendo en el lugar en que nacemos y en que vivimos nuestros primeros años, años caracterizados por la natural falta de independencia que implica la niñez. Nuestras nociones de lo bueno y lo malo, por ejemplo, son en gran parte informadas por las circunstancias. Y la suerte hace que ni aún bajo la tiranía de un virus que en teoría “nos enferma a todos por igual”, podamos sufrir equitativamente. (Siento aquí la necesidad de aclarar que cuando digo que la suerte causa todo esto quiero decir todo lo contrario. La suerte solo nos pone en uno u otro lado.)

          Suerte significa azar, desorden, la causa por la causa misma sin motivación superior alguna. Suerte también significa destino, o más bien predestinación, determinismo y la existencia de una conciencia y una causa superior. Es evidente que esta palabra carga con definiciones diametralmente opuestas. Y así pasa con todo. Hay gente que tiene tal apego a su suerte que se creen los elegidos. Por eso es mejor no apegarse a la fortuito, porque así como la suerte es de tal forma, todo pudo ser muy diferente. Colombia pudo ser muy diferente, tal vez todavía lo puede.

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Fia

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Gab

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