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            Tenía 15 años y parecía que el fuego estaba regado por el mundo. Hoy siento algo parecido, en fin... El fuego surge, eso lo sabemos. Yo lo he visto surgir pero hay algo que hasta hoy no logro explicar. También la materia surge, o en todo caso surgió, porque está aquí, porque sin ese polvo cósmico, sin una arcilla sacra, sin el capricho de un ser o un no-ser incierto, no estaría yo aquí sentada a punto de contarles la historia del incendio que viví y ustedes no estarían allá a punto de leerla. Sin embargo, podría estar aquí, sin escribir, sin ser yo, y ustedes allá sin leer, sin ser ustedes. Hay muchas cosas que están aquí y que no leen, ni escriben ni piensan y ni siquiera comen o respiran. Y hay muchas cosas que comen y respiran y se reproducen y no piensan, ni escriben ni hablan. Hay muchas cosas que están en todos lados y no vemos. Hay muchas cosas que se alimentan, reproducen y mueren solamente dentro de nosotros. Y es que finalmente todo esto es realmente todo esto. La ciencia nos habla de la conservación de la materia y de la energía. (Y todo es, entre otras cosas, materia o energía. Mundo, universo, vida, dios. Esto lo empecé a entender, o más bien a sentir, por la misma época del incendio, gracias a él.) Frecuentemente me pasa que tras horas de debate me percato, ya exhausta, de que mi interlocutor y yo estamos discutiendo desde la misma orilla usando lenguajes diferentes. Todo también es una cuestión semántica. Por eso no sorprende oír cada vez más frecuentemente el término la partícula de dios, dicho en la sala de prensa del Gran Colisionador de Partículas en Suiza y repetido por el mundo en mil idiomas que dicen, todos, más o menos lo mismo. Basta con retroceder lo suficiente para reconciliar la ciencia con el mito porque, creo yo, nuestra capacidad de imaginar es interminable y nuestra curiosidad también.

            Entonces… el fuego. Supongo que nace de la misma manera que nace todo. El fuego, de hecho, es uno de esos grandes todos. ¿Qué sigue después? Tal vez empieza su historia donde empieza la historia de la materia misma, en las estrellas. No es ni siquiera metafórico decir que el sol, las estrellas en general, son bolas de fuego. Y aún si no lo fueran, todo también está hecho de metáforas. Entonces no importa: nuestro sol… sin su perfectísima y antrópica distancia, no habría vida terrestre de ningún tipo. (Recuerdo que mamá me enseñó la palabra antrópica.) ¿Es posible que seamos los únicos beneficiarios, o víctimas, de tan perfecta coincidencia? En más de mil idiomas se ha dicho algo similar: Utu, Helios, Inti, Aten, Sué, Hestia, Brigit etc. El Hinduismo incluso tiene un dios para el sol de medio día y otro para el del ocaso y el del alba. Uno que nace, uno que es y otro que muere ¿Qué podría tener más sentido que adorar con terror y euforia aquella forma lejano que trae consigo el día y la noche? Es difícil pensar en un objeto estético más inapelable que una bola de fuego lejana que nos trae la vida, la luz y el infierno, aunque para mí siempre significará el verano. Cuando era chica pensaba que brillaba tanto que era imposible mirarlo, porque de no ser así nos perderíamos en él. Pero aquí no empieza la historia del fuego porque mucho antes de adorar, ya temíamos y ya sobrevivíamos. No me es difícil imaginar a un simio huyendo de un incendio. De hecho es algo que sucede. Por muchos años el fuego tuvo vida propia. Llegaba mandado por un rayo, por el sol o por un meteorito, resuelto a arrasar con lo que fuera necesario. Pero hubo un momento en el cual entendimos que el fuego no necesariamente nos traiciona. Que podíamos usarlo para cocinar, para calentarnos, para dominar, para alumbrar las paredes de aquellas cuevas donde inventamos la belleza. 

            Desde aquel instante en que replicamos la chispa y contuvimos el incendio pasaron milenios. Milenios de hacer más o menos lo mismo, justificándolo con la falacia de que el presente es novedoso. Milenios de quedarnos en un sitio para luego irnos para luego quedarnos otra vez; de construir sociedades y expandirlas, de intentar dominar, de perecer, de explorar fronteras nuevas, de construir mitos y reemplazar verdades, de creer que el fin de la historia es el presente. Milenios de construir algo sobre las cenizas, como ciertas semillas que necesitan de un incendio para germinar. Milenios antes de que propagara su misterio ante mis ojos.


 

            Fuegos en todas partes: el de la estufa, el de la chimenea, el de la vela. A esos les tengo mucho cariño, sobre todo cuando pienso en lo fríos que eran los inviernos en Chicago. Hay también explosiones y fuego en las películas. Hay piras funerarias, cruces en llamas, incendios forestales, erupciones volcánicas, antorchas olímpicas, de linchamiento, hogueras de las cuales salen agudos gritos agónicos que algunos incomprensiblemente creyeron ser de purificación. Una vez mamá me contó que en Chicago hubo un gran incendio, hace muchos años cuando la ciudad era diferente. Por alguna razón yo me la imaginaba toda de madera. ¿Hoy en día como imaginaría a aquella Chicago de 1871? Gris, seguramente. Sin embargo, lo que me impactó de la historia de mamá no lo he contado: el incendio, según ella y ciertas versiones de la historia, se originó en un establo mientras una niña, tal vez un poco mayor que yo, ordeñaba una vaca que no quería ser ordeñada. Como el ordeño se hace antes del amanecer había cerca de la vaca y de la niña y del establo de madera lleno de estiércol y de paja, una lámpara de kerosén. 

            El fuego consumió el establo y luego la ciudad. En este punto mamá interrumpía la historia para decir que la ciudad misma era otro tipo de incendio, pero estos apuntes me interesaban menos. Yo me imaginaba siendo aquella niña que estuvo en el preciso momento en que la vaca pateó la lámpara y de repente fue muy tarde. Nunca fui fanática de imaginar el terror ni la tragedia pero aquel momento, el hecho de que fuera una niña la que ordeñaba la vaca, una niña como yo, de la misma edad y en la misma ciudad, pudiendo presenciar el nacimiento de algo tan grande… Siempre traté de sacarle más detalles a mamá, como si ella hubiera estado allí, como si hubiera sido la niña en otra vida, pero era inútil. Ella siempre fue irreprochablemente práctica. Alguna vez le pregunté qué era un kilo y me contestó que es una medida para el peso de las cosas que equivale a la masa del prototipo de platino iridiado que se encuentra en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas de París. Mi madre estudió física y la enseñó toda su vida. Con el tiempo sus explicaciones dejaron de interesarme. 

            Cuando cumplí 15 años nos mudamos a un pueblito en California. Papá obtuvo una beca de investigación y los de la beca contrataron a mamá como profesora en una escuela. El cambio no fue difícil. A pesar de ser hija única, o precisamente por eso, siempre fui independiente: jugaba sola, disfrutaba del silencio, no tenía afán por ganarle en nada a nadie. Además, esta nueva casa era más amplia. El primer año me quedé esperando la llegada del invierno hasta que de repente llegó la primavera. En el pueblo entendí por primera vez que vivir en una ciudad no es una obviedad. 

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Alguna vez leí un texto de Galeano que decía que todo ser humano tenía por dentro un fuego. Mi fuego siempre fue una llama silenciosa. (Aún en plena adolescencia.) En Chicago a veces me encerraba en el baño con una caja de fósforos, papel periódico y alcohol antiséptico, o vodka, cualquiera de las dos, y lentamente empezaba a construir un fueguito. Primero con unos papeles secos. Luego un papel bañado en alcohol, luego dos, y así, iba lentamente probando hasta qué punto podía controlar el pequeño incendio. Lo hacía siempre debajo del lavamanos, o en la ducha porque soy sensata. Inevitablemente había un punto en el cuál me asustaba y giraba la llave. Nunca pasó nada pero un día casi pasa algo. No entendí cómo ni en qué momento terminé corriendo hacia mamá. Ella vio como el fuego empezaba a calentar el vidrio del espejo y con un extintor redujo todo ese miedo a unas cenizas que flotaban por el cuarto como lluvia cósmica, en medio de mi risa desatada por el alivio de no haber quemado la casa. Ella no vio necesidad de regañarme y desde entonces no volví a jugar con fuego. Cuando íbamos de camping me dedicaba a elaborar y mantener viva la hoguera, pensando qué necesita, en qué momento debo alimentarla, qué cambio es necesario en su estructura para que pueda durar toda la noche. Todavía lo sigo haciendo. El fuego hipnotiza, tanto como el mar o las estrellas. Ser pirómano es lo mismo que mirarse en un espejo.          

            Ese año en particular lo recuerdo por sus incendios: el fuego carcomiendo la estación de policía y ver en las llamas algo parecido a la justicia, el humo que llegaba hasta Sao Paulo, desde Australia se oían frases similares, la fábrica de pólvora que estalló en un barrio mexicano de Los Ángeles, aquella gran fogata donde sentí por primera vez lo que es necesitar a alguien... Él era un chico callado. Flotaba por la escuela como si supiera sobre la existencia de otra dimensión. Tenía una seriedad que lo hacía ver mayor, pero lo que en realidad lo hacía más maduro era que parecía entender que nada de esto importa. Parecía, sin nunca decirlo, sentir la presencia de todo esto que nos rodea en silencio. Mundo, universo, vida, dios. Él nunca dijo esas palabras. De hecho hablaba muy poco. Habíamos salido un par de veces y ya existía entre nosotros un entendimiento de compromiso. Yo no era de pedirle consejos a mis amigas (tampoco tenía muchas), pero la gente se entromete. Algunas de las niñas no entendían por qué estaba él conmigo y les generaba envidia. Entonces me asediaban con preguntas, ¿eramos novios? ¿amigos? ¿tendríamos sexo? ¿me quería? ¿lo quería? Estas preguntas detonaron en mí una serie de sentimientos que nunca antes había tenido y que ni siquiera sentía pero pensaba que debía sentir. De repente debía tenerlo todo claro y definido. Se encendió dentro de mí un celo incierto, inconstante, porque pensé que su tranquilidad implicaba indiferencia y que su silencio no podía sino esconder algo. Me volví necesitada de poseerlo y de consumirlo y esparcirme por su cuerpo para mantenerme viva. 

            Una noche nos reunimos varios de la escuela frente a una fogata. Él no solía ir a esos eventos, a los que yo iba sin darles mucha importancia, pero esa noche fue para verme. Estaba ansiosa e insegura y la llamita fastidiosa iba creciendo. Alguien trajo vodka. Él estaba distante, aún sentado junto a mí, y perdido en el fuego. Lo sentí tan lejos... (El reflejo que el fuego nos devuelve, a diferencia del agua, no consiste de una imagen, es un reflejo del alma, del deseo.) Se quedó gran parte de la noche así y yo, que normalmente haría lo mismo, desesperada por su abstracción, pasé a la ira como rebeldía, a usar la libertad como un puñal, fingiendo cierta levedad para desperdiciar la noche… Aquella soledad violenta de no querer nada de nadie. Me emborraché muchísimo. Ya había tomado pero nunca así. No recuerdo qué pasó. Sé que le grité, no sé qué le dije. Tampoco me desmayé ni necesité quien me cuidara. Creo que me alejé de la fogata y vomité y lloré sola detrás de un árbol. Solo él supo de mi noche. Esperamos en silencio hasta que pude manejar mi bicicleta hasta la casa. Mis padres dormían tranquilos. Yo entré a saludarlos y a avisarles que llegué. Que llegué bien. 

            Al otro día me levanté agobiada por la vergüenza de haberme exaltado tanto, de haber sido tan rabiosa y tan dramática y despectiva frente a alguien que nunca se inmutaba y que valoraba, antes que nada, la serenidad. Había querido provocarlo y no lo logré. Fui a la escuela y no puse atención en clase. Él, distante, imposible de leer. Lo miré varias veces para que se acercara. No lo hizo. A la salida de la escuela le pedí perdón. Él dijo que no importaba, que estaba bien y no dijo nada más. Pensé en provocarlo pero entendí que era inútil repetir la noche anterior y decidí dejarlo en paz. Años después imaginé su fuego… Unos carbones ardientes que no producen llama alguna. 

            Me monté en mi bicicleta roja. El viento era un caballo soplando a mi favor. Llegué rapidísimo al bosque y me adentré. El camino, enredado y lleno de troncos que hacían trenzas en el piso, no era apto para bicicletas pero no quería dejarla porque ya me habían robado una entonces la caminé junto a mí. Pensaba en él. Ya no sentía casi vergüenza. Sentía más bien rabia por su inhabilidad de hablar conmigo. Quería que sintiera lo que yo sentí la noche anterior. Quería que me necesitara, que quisiera consumirme, que me dijera algo, cualquier cosa que fuera cierta… A medida que me adentré en el bosque la ira fue aplacándose y volví a mi silencio. La verdad es que no lo necesitaba. Yo no soy de necesitar nada. Tal vez él sí y yo no sabía qué. Entendí que lo estaba dejando ir y que uno no puede hacer que nadie haga nada. 

            Justo entonces llegué a donde quería llegar: un enebro viejísimo y desordenado. Muerto en ciertas partes, carbonizado en otras , que se retorcía sobre si mismo. Era grueso y grande pero no muy alto. Lo visitaba con frecuencia y lo escalaba y me enfurecía cuando encontraba algunas iniciales talladas en él. Si encontraba alguien más allí, me iba. Me parecía fascinante algo tan grande y arraigado y aún más fascinante la levedad con la que el viento podía hacerlo balancear. Ese día no lo escalé. Me senté junto a su tronco con mi bicicleta y descansé. Cerca estaban los rastros de una fogata. Alguien había estado allí. Sentí rabia pero me acerqué. Ya estaba cansada de la rabia. Era un fogón grande, de casi 2 metros de diámetros, cubierto por cenizas blancas y rodeado por unas piedritas que nunca podrían contenerlo. Había basura regada por ahí. Acerqué mis manos y queriendo borrar el rastro pateé la pequeña montaña de ceniza. Salieron volando piedritas y carbón y yo quedé ciega y ahogada por la nube gris que formé y que ahora me envolvía. El polvo se asentó mientras la ceniza flotaba a mi alrededor como partículas de polvo en la luz. Salía algo de humo y yo no sabía muy bien de donde. Un rayo de sol se coló por entre los árboles suspendiéndolo todo, el universo aguantando la respiración. Sentí cierto calor. La vida en pausa. De repente saltó una chispa y luego una llamita. Me asusté y la pisé con cierto alivio aunque no tuve tiempo de reírme. Levanté la mirada, pensé que estaba soñando, pensé que estaba viendo mal porque a unos metros unas llamitas crecientes se esparcían. Corrí a apagarlas con mis botas pero ya se alimentaban. Pisaba oyendo el crujido seco de las hojas y los palos que quebraba. ¿Cuánto hace que no llueve? Parecía que cuando apagaba una y las otras se reproducían. Cuando me volteé vi el carbón ardiente oculto bajo la ceniza. Me percaté del viento maldito. No supe qué hacer. En mi afán por apagar las pequeñas llamas el fuego me había sobrepasado y me perdí el momento en que nació el incendio que ahora estaba frente a mí. Corrí y abandoné mi bicicleta. 

            Imaginé que el fuego me perseguía a mí y que también se apresuraba en la dirección opuesta. Salí del bosque, llegué a la carretera y seguí corriendo hasta la gasolinera. Llamé a los bomberos pero ellos ya sabían. Me dijeron que alguien más había avisado. (Luego me enteré que esta persona que avisó estaba siendo atacada mientras caminaba por el bosque y que fue el fuego lo que le salvó la vida.) También llamé a mamá pero no le conté lo del incendio. Solo le dije que había perdido mi bicicleta y le pregunté dónde estaba. Un conocido del pueblo me vio y ofreció llevarme. Mis padres estaban en casa de un amigo. Cuando llegué era el final de la tarde. La casa situada sobre una colina miraba el bosque. Entré sin hacer ruido y me quedé mirándolos desde atrás, sin que se dieran cuenta. Todos frente a la ventana miraban el cielo rojo y el incendio en la distancia; perdidos en el fuego que al igual que la noche, el mar o ciertos ojos, lo aguanta todo, lo refleja todo. 

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