UN HUEVO FRITO ES MUCHAS COSAS
A primera vista el huevo frito fue equivalente a ese momento en que un pensamiento reemplaza a otro. Me había dicho a mí mismo hace dos días: “no puedo olvidar comerme ese huevo frito antes de salir”. Claro que, ahora, el huevo se ve como algo que ha existido más de lo debido. (Dos días de más son una eternidad casi cruel en la existencia de ciertas cosas.) Era ya indiscutiblemente una naturaleza no solo muerta sino en proceso de convertirse en algo más. Una tonalidad verdosa y metálica recorría sus bordes como una versión del óxido. Un huevo se oxida, ahora lo sé. Curiosamente no olía terrible. Nuevamente, algo metálico vibraba en ese olor, sin duda también algo orgánico. Cierta humedad potenciaba lo metálico (un olor como a cuerda de guitarra eléctrica recién tocada por un músico de palmas anormalmente sudorosas). Algo hizo clic en medio de la yema: una especie de sol derretido (si es que eso es posible), marchitado como se marchita un pimentón junto a una ventana a la que llegan tan solo unos rayitos de sol en patrones inciertos, dictados por las hojas del árbol vecino. Eso, lo que conceptualmente seguía siendo la yema, tenía una burbujita casi cuajada, como de gelatina, en el centro del centro. De repente —bueno, la de manera bastante lenta, dramática y grotesca—, la burbujita reventó. De ella emanó, con una parsimonia propia de lo que se encuentra en estado de descomposición, un olor que me recordaba otro: ese que empecé a oler misteriosamente después del accidente en el que me golpeé la cabeza y que ahora hace que se me olviden cositas, como este huevo frito. (Todavía no olvidó cosotas). El accidente me dejó la cara no muy distinta del huevo, por unos días. Luego volvió a su poco notable aceptabilidad estética. El huevo, sin embargo, nunca volvería ni a la aceptabilidad estética ni a ningún tipo de aceptabilidad, ascepsiabilidad, comestibilidad o cualquier otra bilidad. Para el huevo solo había un camino posible y es el mismo de todo lo que existe: la muerte (etapa ya culminada), la descomposición (en proceso) y finalmente la transmutación (etapa también conocida, erróneamente, como la desaparición). Nada desaparece.
Qué blanco más curioso, el de la clara, como sustraído todo brillo de su superficie. ¿Qué será el blanco sin su esencial blanquez? La opacidad de esa blancura, medio verde, medio gris, pero indiscutiblemente blanca era la misma, exactamente, a la de la piel de mi abuela paterna cuando la vi acostada en su ataúd, ya de manera permanente. Sí. Había gris, había verde, no había vida, no había brillo y, a pesar de la uniformidad, tenía capas. Yo intuía capas. En el caso de mi abuela: una capa general de piel (lógico), otra de maquillaje para muchacha joven, otra de maquillaje para viejita medio acabada queriendo verse no tan acabada, otra de viejita medio acabada y una gruesa pero poco convincente capa de maquillaje post-mortem. No tengo idea, ni podría especular en cuanto a la constitución de las capas de blancura sin blanquéz de aquel huevo.
A pesar de que era la única acción lógica, había algo en él que me impedía botarlo a la caneca. El huevo me decía: “La basura no la recogen hasta el martes, hoy es sábado, ¿que diferencia te hace dejarme aquí unos días más”. El huevo tenía algo de razón y me imploraba que fuera un gran artista y para pintarlo en un lienzo gigantesco pero conservando su tamaño natural. Me imploraba preservar aquellos colores tan inciertos, reproducir su blancura embalsamada. Él sabe que no pinto.
La grasa que lo rodeaba se solidificó en una especie de crema aceitosa pero blanca. Lo levanté con una espátula y descubrí el halo graso y cuajado que formaba su silueta. Lo volví a dejar en el sartén. Era mucho más rígido de lo imaginado, como una arcilla dejada varios días al sol. Tenía arrugas ya memorizadas a las cuáles procuraba volver. También tenía ciertos gestos el huevo: su confusión daba paso a la rabia luego al cansancio y finalmente a la amargura. Por un momento dejé de ver en él un sol y vi un ciclope envejecido, envenenado por una toxina que se demora años, décadas, dos días, en lograr su cometido.
Trixi
“Tómame una foto por lo menos, eso si lo podés hacer”, me dijo con acento argentino a pesar de ser un huevo boyacense. Aunque no podía permitir que el huevo transmutará en mi cocina sería una pena no poder volver a verlo. Accedí. Lo iluminaba una especie de no-luz que se colaba por la ventana a varios metros de distancia. La luz de la campana sobre la estufa mejoró el problema de la visibilidad pero no el de la apreciación estética. La luz viajaba hacia la superficie del huevo, dándole un brillo como de piel grasosa adolescente. Pude ver entonces todos sus cráteres, sus valles, su topografía casi microscópica. Si me concentraba solo en la clara, parecía la luna vista de lejos con un telescopio, muy cerca y a la vez muy lejos. Y ante la luz el borde del huevo, aquel rin quemado por la grasa, tenía algo de halo lunar. También podía ser una especie de reja metálica, como en una cárcel. El huevo podría ser una ciudad cercada con su centro amarillo donde viviría algún emperador narcisista que hace traer a ciudadanos de la clara para sacrificarlos en el centro, en honor a alguna diosa gallina. Pensé en llevar el sartén a mejor luz pero no sería justo sacar al huevo de su realidad, no sería honesto sacar la foto así. Posar es siempre ridículo. El huevo estuvo de acuerdo. Así que tomé la foto desde arriba, cenital, yo siendo dios y el huevo siendo el huevo, la ciudad, la luna, el sol, la piel de mi abuela, la de un adolescente, el recuerdo de mi accidente, etc. (Puedo seguir describiendo para siempre el huevo, pero bueno, alguna vez tendré que detenerme.)
Agarré el sartén y me paré frente a la caneca. Decidí que no era apropiado tenerlo en la casa hasta el martes. Salí del apartamento con el huevo en la mano. Cada paso que daba lo alejaba de su centro, la estufa, y le iba quitando vida. Me decía, “¡pará, pará! ¿qué hacés?” Pero yo iba resuelto. Me paré frente al bote de basura y lo miré por última vez. Era perfectamente redondo, en eso no me había fijado. La yema también era perfectamente redonda. Era un huevo perfecto. Fue un huevo perfecto. La verdad es que es una pena, pensé, no haberlo consumido en su estado ideal. Con un giro de mi muñeca, el huevo se cayó a la basura donde dejó de ser algo especial. Se volvió una cosa que está exactamente donde debe estar. Volví a la casa y miré la foto que saqué. No era nada. No más un huevo frito viejo y rancio. Ni mi abuela, ni ninguna piel, ni la luna, ni el sol, ni ningún color ni olor interesante, solo una cosa vieja y fea vaciada de su aura. Y sin embargo su esencia de huevo frito de dos días seguía ahí; su olor seguía en el aire. Con la mano hice girar una manija y dejé que todo saliera volando por la ventana; que se convirtiera en otra cosa. Finalmente, nada es solamente lo que es.