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         Rebotaba la bola, o más bien dejaba que la bola rebotara. La dejaba caer con una pantomima de la mano que, al igual que él, buscaba siempre emanar aquella vibra desinteresada de lo cool. Aparentar la nulidad de esfuerzos. No sudar, no exaltarse, no gritar, no solicitar nunca nada. Pero ya no era el mismo. Ya no era joven. Incluso tuvo un cáncer que lo dejó sin un testículo, pero esa forma de rebotar la bola antes del servicio no había abandonado sus manos todavía.

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         Frente a él su nuero. Joven, futuro banquero de inversión, un tipo amable y apropiado que nunca sorprendía con la vestimenta ni con sus opiniones políticas. Se veía reflejado en su nuero como cualquier hombre cercano a la vejez en cualquier joven con la vida por delante. Yo era así, de joven, de bello, de flaco...

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         Hubo debate con respecto a la visita del nuero. Aunque vivía tan solo 15 minutos caminando y venía en carro-evitando todo contacto humano- aún permanecía latente el peligro de que trajera consigo el virus. Tardarían dos semanas en averiguarlo. (Ahora la vida se nos pasa contando 14 dias desde la última vez que salimos al mercado, la última vez que compartimos con alguien un porro, un beso…) Todos sentían el peligro pero solo la madre, su esposa, imponía la precaución con vehemencia. Sin embargo después de tantos años él ya era parte de la familia, parte del aburrimiento y la seguridad. La hija, la novia del nuero, finalmente selló el asunto con la claridad propia de un abogado y una tempestad adolescente. A los 25 años ella seguía viviendo con sus padres y eso la hacía en cierta medida una adolescente. Finalmente el nuero vino y, mientras la hija veía clases virtuales de derecho constitucional y cálculo diferencial, jugaba tennis con su suegro. 

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         Mientras calentaban hablaron de lo bendecidos que eran de vivir aquí en este conjunto pegado a los cerros orientales, donde podían jugar tennis y subir al cerro. Ellos decían bendecidos, otros dirían privilegiados y otros usarían otras palabras. No podían ir al gimnasio del conjunto ni a la piscina porque estaban cerrados… Nada nunca es perfecto. El padre manejaba domésticamente sus negocios dispersos por América Latina mientras la madre jugaba bridge y veía series de detectives (o leía furtivamente novelas semi-eróticas de torpe redacción). Andaba cada vez más encerrada, subía a la montaña quizás una vez cada diez días, se desahogaba con la empleada del servicio que vivía en un cuarto escondido en algún recoveco sobrante del apartamento. No trabajaba, y sin poder al club y su neurosis la llevaba a pensar: qué bueno hubiera sido trabajar, pero ya a esta edad había renunciado a cambiar las cosas incluso en su propia vida. Empezó demasiado temprano el camino irrevocable de la vejez y ahora lo sentía. Su hija mayor, de 27, trabajaba entre vino y whisky, también remotamente, en una agencia de publicidad multinacional. Salía poco de la casa. Era malcriada, despectiva y más adolescente que su hermana menor, la hija en cuestión. Ella cursaba su último semestre en la universidad de los Andes. Años atrás iba a hacer su pregrado en La Universidad de Virginia pero decidió quedarse, en parte por su novio. Nunca hubo debate sobre cuál sería la universidad colombiana donde terminaría por cursar ingeniería industrial y derecho simultáneamente. (Por eso se iba a graduar casi dos años tarde.) Sentía que la vida y el tiempo avanzaban y sus frustraciones se acumulaban. Hay un tiempo ideal para hacer las cosas por primera vez, para equivocarse y a ella se le escapaba ese tiempo. Tenía 25 años y nunca había trabajado, nunca había vivido con su novio a pesar de que llevaban juntos desde el colegio. Sus padres ni siquiera dejaban que se quedara a dormir. Por seis meses vivió en París con su prima y nunca conoció a nadie más. La juventud se le iba de las manos sabiendo que aún cuando pudo serlo, nunca fue joven.

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         El padre dejó rebotar la bola una vez más en el piso. Esta volviendo a su mano como un perro viejo. Tomó aire y lanzó la bola al cielo. En el punto más alto desenvainó la raqueta desde su espalda y azotó el servicio. Toda la fuerza de su lumbar se descargó en el golpe con el timing preciso sin darle chance a su nuero, aún rápido y joven. Pero todo tiene su precio. Su espalda no dio más. Jugaron un par de bolas antes de que su dolor pudiera más que su orgullo y pidiera suspender el partido. El nuero le hizo un par de preguntas redundantes sobre su espalda y luego llegó la hija preguntando quién ganó. Nadie. Lesión. (Aunque iba ganando el nuero.) Ella sugirió ir a la montaña con el perro, un boxer de bastante pedigree traído hace 5 años de una finca cercana a Medellín. A pesar del dolor, el padre accedió. Sin embargo, dictó que debían coger el camino más plano hacia la cima por aquello de la espalda. Una mera precaución, agregó. Por estos días a todo se le llama una mera precaución. 

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         Sin duda la bendición más grande era la montaña… Habría que explicar el entorno: El Conjunto Residencial Torres del Alto Chicó consiste de 6 edificios de 12 pisos, cada uno con su gimnasio y su portero las 24 horas. La Torre 6, donde vive esta familia,  cuenta además con una piscina semi olímpica y baños turcos. La entrada del conjunto se encuentra al final de una calle cerrada una cuadra arriba de la avenida circunvalar. Al final de esta calle un portón negro de poca altura pero del ancho de toda la vía incluyendo aceras. Y en medio, detrás del portón, una caseta con vidrios negros que luce el nombre del conjunto en letra cursiva hecha de algún metal dorado y viejo. En aquella caseta habitan por turnos de 12 horas dos porteros. Luego de cruzar aquel umbral una subida empinada, de aquellas que solo pueden subirse en primera. Los taxis Renault Twingo batallan siempre con la pendiente. Al subir el taxista pregunta, ¿qué estrato es esto? Y se contesta a sí mismo y en voz baja, como 10. La verdad es que el conjunto es estrato 6 solamente porque los estratos van de 0 a 6. (0 pasando a denominar un grado de marginalización casi total). A ambos lados la vegetación nativa de los cerros orientales mezclada con paredes de buganviles que camuflan el talud morado y verde, este que a su vez impide los derrumbes en época de lluvia. 

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         La primera torre, unos 70 metros arriba de la entrada, es la número 1. Justo a su lado, la 2. Unos 50 metros después, justo en la curva, está la 6 y luego 50 metros más adelante, la 3, 4 y 5. Cuando se llega a la torre 5 se llega al final de la calle interna del conjunto. Allí una rotonda y más allá unas escaleras de piedra que llevan a la cancha de tennis, elevada sobre todo el conjunto y rodeada de bosque, junto al parque de los niños. Pasado el parque de los niños hay una cerca de más de 2 metros de alta protegida con electricidad y alambre de púas. En esa cerca hay una puerta y al lado derecho, a media altura, un botón blanco. Ese botón blanco hace sonar un timbre que alerta al portero cuando alguien quiere salir o entrar por la puerta que lleva a la montaña. Aquel botón tiene el raro talento de sonar siempre que el portero de turno está sentando en el inodoro, aunque del otro lado del botón piensen que está haciendo visita. 

 

         Por épocas hubo rumores de que en esos senderos atracaban. Sí pasó una que otra vez pero mucho más arriba, decía el padre, por la otra montaña, la del Club Metropolitan. Aún así, la madre, que era sobreprotectora, se oponía a que subieran la montaña y nunca dejaba que la hija fuera sola. Debía ir acompañada de su novio, o de su papá o de la empleada, Rosario.

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         Iban subiendo los tres por la montaña. La joven pareja hablando, el papá taciturno y tieso. Al principio el camino tiene unos dos metros de amplio, poca inclinación y un terreno bastante plano. Después unos 25 minutos de leve subida por un camino también bastante ancho donde hubiera podido circular una moto y en ciertos puntos incluso una camioneta todoterreno. Luego unos 20 minutos de subir una pendiente inclinada con ciertos trayectos rocosos que fuerzan el uso de las manos. Llegaron eventualmente al claro donde están las dos torres de electricidad, de las cuáles se desprenden unos cables gruesos, suspendidos sobre el bosque, hasta llegar a la otra montaña donde empatan con otra torre y descienden hacia la ciudad. El nuero, se preguntaba cómo harían para llevar esos cables de una montaña a la otra. La ciudad se veía lejana y distante. Podía ser cualquier ciudad, especialmente por estos días de calles vacías. Como si siempre fueran las 4 de la mañana. Los cerros en silencio contemplando a la ciudad inquieta, estática, casi abandonada. Aún así, en el encierro, su zumbido llegaba a la cima de la montaña como el rumor de una cascada. Los cerros serenos, la ciudad desesperada. Todos en silencio.

 

         Decidieron el suegro, la hija y el nuero continuar por el sendero hasta llegar a su final natural. Otros 25 minutos de camino después de las torres y una serie de subidas rocosas, pasando por unos pasadizos de eucaliptos jóvenes. Llegaron a la última cumbre, a partir de este punto el camino se adentra en el monte volviéndose tupido y húmedo. Ahí se le da la espalda a la ciudad y se ven montañas verdes y uniformes. De este punto no suelen pasar. 

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         Carlos sostenía, delicada en su mano, como si fuera un insecto, una cuchilla vieja de hoja retráctil, con mango de madera oscura y pesada. La cuchilla tenía algo de rupestre. Era evidentemente vieja (se le notaba el óxido y el tiempo), pero a pesar de todo era sólida y bien construida. Se sentía en ella la mano de un artesano curtido, humilde y recio. Pertenecía a su abuelo, un viejo campesino santandereano que alguna vez se enfrentó con los chulavitas que vinieron a quitarle todo.

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Chenzo

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 Los sacó corriendo con su temple, una especie de serenidad iracunda, una escopeta y su machete. Pasaron unos días y este hombre entendió que eventualmente tendría que escoger entre una muerte valiente pero inevitable, y la seguridad de su familia. Su patrimonio lo perdería de todas formas. Así fue como, muchos años después, Carlos llegaría a nacer en una casa pobrísima e ilegal, hecha de lata y madera recogida, en la cima de un cerro hacia el norte de la ciudad por la Carrera Séptima. Estos barrios suelen tener una sola calle de entrada y esa misma calle empinada lo recorre hasta el final, donde empieza el cerro. Barrios peligrosos y pobres donde pocos tienen títulos de propiedad. Barrios que con el tiempo se verían rodeados de urbanizaciones con edificios altos y modernos. Barrios que de un momento a otro desaparecen.

 

         Sostenía la cuchilla en la palma de su mano mientras le contaba a Tristán la historia del objeto. Tristán era menor y veía a Carlos con admiración, como un primo pequeño ve al mayor. Toda cosa que dijera era objeto de rezo. Y más de una vez su madre le dijo que no creyera todo lo que Carlitos le decía. Después le diría que no anduviera más con él. Esto fue después de que Carlos cumpliera 17 y dejara de ir al colegio definitivamente. Tristán no tuvo padre pero a Carlos le fue peor porque sí tuvo. Eran ambos muchachos de alma vagabunda. En otra vida habrían perseguido filósofos corriendo descalzos por Atenas, tomando vino, haciendo preguntas, durmiendo solamente en la mañana. Les gustaba sentarse en la parte más alta del barrio y mirar la ciudad. Tenían una vista privilegiada de Bogotá. Solían caminar por los cerros hasta llegar a una quebrada poco conocida donde fumaban cigarrillos y se masturbaban cada uno detrás de una piedra. Carlos exageraba sus proezas sexuales, o simplemente las inventaba, mientras Tristán oía preocupado, sin esconder su nula experiencia o el miedo que le entraba al pensar en una mujer sensual.

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         Carlos guardó la cuchilla en su bolsillo y ambos siguieron su camino. Por estos días se veían trapos rojos en las ventanas. Hasta los tenderos del barrio pasaban angustia porque el poder de compra de sus vecinos disminuía cada día. Algunos ya habían pedido prestada un arma de algún tipo para defender sus tiendas. La madre de Carlos hacía aseo en el Metropolitan Club y pasaba estos días en licencia no remunerada. Su padre era un borracho que sacaba dinero misteriosamente. Nadie sabía muy bien que hacía pero pasaba todo el día en la calle. La madre de Tristán manejaba un bus del SITP y seguía empleada. El miedo del contagio nunca la dejaba, sus  14 días nunca terminaban. La casa de Tristán no tenía trapo rojo en la ventana. Llegaron ayudas del estado, del distrito pero duraron poco. Cada día se necesitaban más auxilios y cada día los gobernantes tenían que hacer más maromas financieras para encontrar el dinero. Cada día la clase media donante se preocupaba más por sus propios arriendos, por sus negocios que se iban desangrando, por la gente que dejarían sin trabajo la próxima semana, por los créditos contraídos pagando aquellos apartamentos, por la soledad a la que no se acostumbraban. Eran tiempos imposibles. 

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         Luego de meterse la cuchilla al bolsillo, Carlos sacó un par de cogollos de marihuana y una pipa sucia que los hacía toser. A Carlos le rasguñaba la garganta, esculpiendo esa voz áspera que se volvería suya el resto de la vida. A Tristán la pipa le ponía la cabeza como una tetera hirviendo sin una válvula de escape. Ese día decidieron caminar más de lo normal. Mucho más. No fue una decisión. Sencillamente no dejaron de caminar, no descansaron, no hablaron futuro, emitían solamente sonidos producto del esfuerzo, mientras andaban sin querer volver. Caminaron más de 4 horas por estos montes que Carlos conocía perfectamente. A él la yerba lo hundía en su mundo interno, agrandando sus tormentos pero también su capacidad de sobrellevarlos. Tristán se volvía paranoico e inquieto, dudaba de cualquier expresión de amor que alguien alguna vez le hubiera manifestado. Ambos se sentían risueños por momentos pero luego la risa quedaba como un eco y el silencio volvía más incierto. También sentían hambre. El sendero ya era estrecho y oscuro. Podría incluso no ser un camino, podría ser una ilusión. Carlos era bueno viendo caminos, para bien o para mal. Nunca se perderían. A los dos les llegó un olor distante. Un olor fresco, de aire que circula, de árboles que crecen alto sin amontonarse. Y un sonido, o más bien un ruido. Un ruido que podría ser de una cascada pero que en realidad era el ruido de la ciudad, también lejana. 

 

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         Desde cierto punto del sendero se ve la clara división entre el verde de los cerros y aquel no-color de la ciudad. Aquí basta con girar un poco a la izquierda o un poco a la derecha para ver solamente uno de los dos paisajes. El padre solía quedarse allí unos minutos mirando la división. Era impaciente y nunca había logrado juntar la tranquilidad y la disciplina que requiere la contemplación. Justo en este punto se oía la ciudad volviéndose parte del silencio. Su hija impaciente también le apura para regresar. Dice que mamá ya los está llamando y levanta el celular en el aire. El nuero adopta la neutralidad de alguien que no es del todo parte de la familia. Caminemos hasta el final y damos la vuelta, dice el padre. Lo hacen. Se ve a unos 50 metros el final del sendero abierto y luminoso, luego una pequeña entrada hacia un camino tupido y oscuro, un olor a humedad, a cueva… Van distraídos, el padre por su dolor, la hija por su impaciencia y el nuero por la serenidad que le provoca no tener opinión ni expectativa. Le duele la espalda, es la vejez sí, pero también no poder ir al club al baño turco y que nadie le hable, es tener que balancear las constantes peleas de sus hijas con su esposa, tener que ser la quien aguante todo… Pero no es así. No tiene que aguantarlo todo. La verdad es que disfruta de ese peso, disfruta ese dolor porque lo hace sentir fuerte y necesario. Hubo una vez que no aguantó. Un negocio que tenía en el Ecuador se fue en picada. Temió perderlo todo. Fue la única vez que su hija lo vio angustiado. Tomó un respiro y aceleró el paso para llegar antes al final y disfrutar de la soledad, así fuera por un momento nada más. 

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         Al llegar al final del camino oyó ciertos movimientos en la vegetación. Carlos y Tristán salen del camino frondoso y oscuro hacia un claro. El padre los ve: sus ropas viejas, su piel quemada, morena y algo pálida a la vez, su silencio… Se queda quieto mientras su hija y el nuero llegan a su lado. Ellos no saben lo que sucede. Solo perciben una extrañez en el silencio. El padre piensa en el atraco, piensa que no debería suceder aquí tan cerca, piensa en el regaño que recibirá de su esposa, piensa en cuánta plata carga (nada), celular (tampoco), piensa en que tiene que mantener la calma. Carlos y Tristán emergen cabizbajos y ensimismados de la vegetación. Alzan la cabeza: ropa de tenis que combina, ojos claros, cabello rubio y bien cortado, dientes que encajan, un bóxer café con patas blancas. Miedo del otro, miedo de sí mismos. Se miran en silencio. El padre dice, buenas, pero no avanza. El nuero dice buenas pero no avanza. La hija dice un buenas, que casi no se oye. Silencio. El padre piensa: ¿respondería mi cuerpo? ¿Qué haría el perro? ¿Qué haría el nuero?

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         Carlos más que nadie entiende ese silencio mientras Tristán lo mira. Entiende que tiene unos instantes. (Implicaría sufrir una transformación, traicionarse.) Recuerda la navaja que tiene en el bolsillo. Sería tan fácil… Nunca estuvieron tan conscientes del ruido que despierta en el cerro cuando la tarde cae. 

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