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¿ACTUAR Y EMANCIPARSE O EMANCIPARSE Y ACTUAR?

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Maclau

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Desde que Marx estableció los problemas materiales y abstractos que confluyen en el capitalismo, desde que planteó las contradicciones internas que el sistema social y económico del capitalismo implica y cómo ellas nos constriñen en una experiencia vital, nos empezamos a preocupar de manera más concreta por la emancipación humana. “Estamos enajenados por el sistema social en el que estamos arrojados, no tenemos realmente capacidad de decisión. Hay que emanciparnos, hay que salir de la minoría de edad”, dijimos y dijeron los pensadores que, en esas palabras, no solo resumo sino tal vez reduzco cruelmente también. 

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Y bueno, claramente esto no sucedió desde que Marx escribió El capital: la preocupación por la emancipación estaba explícita en la dialéctica del amo y el siervo de Hegel, y por Hegel venía desde Kant, y casi que se puede hacer un rastreo al principio de los tiempos –y sí, me refiero al principio de la filosofía porque, seamos honestos, qué otra cosa es “el principio de los tiempos” para la ontología occidental que un señor en una bata haciendo preguntas por todo lado, o simplemente un señor en bata–. 

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Yo, lo que soy yo, diría que nos hemos preocupado por la emancipación desde que hay lenguaje, pero ni soy académica ni me he leído la suficiente cantidad de textos para hacer esta afirmación. Es más, entrada en gastos, estaría bueno advertir que lo que van a encontrar en este texto tal vez no sea la verdad. No, ‘tal vez’ no: no es la verdad. No es teoría, no es un tratado, no es una lección y mucho menos es una forma de proceder. Son mis pensamientos, mis asociaciones, mis preocupaciones atadas a una experiencia concreta de vida: estudié filosofía y me dedico a la actuación. Lo que encontrarán aquí es mi verdad. 

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Entonces, la emancipación. ¿Cómo pensar el mundo y las estructuras sociales de manera que en la práctica, en la vida concreta, las dinámicas de discriminación y opresión y a su vez de alienación se hagan patentes? O, mejor aún, se mitiguen. ¿Cómo construir un pensamiento que se preocupe prácticamente por la emancipación de las personas a quienes el capitalismo despoja (1) ?

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La filósofa colombiana Laura Quintana escribe en la Introducción a su libro Política de los cuerpos que tener la certeza de que el pensamiento es el que puede emancipar es justamente lo que resulta desalentador y poco efectivo para los propósitos de la emancipación. De la mano con Jacques Ranière, está interesada en “las formas imprevisibles e incalculables en las que los cuerpos pueden reinventarse, desde las posiciones, los roles y las prácticas que los sujetan” (p. 31-32), y creo que pensar que los cuerpos puedan considerar otras maneras posibles de existir desde un ámbito de lo incalculable o lo imprevisible es realmente novedoso, sobre todo si pensamos en la predominancia que aún tiene la lógica, la cultura de lo letrado, del saber, de la intelectualidad en qué tan emancipados estamos o no. 

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Quintana, luego de dejar clara esta inclinación, nota que las personas, los pensadores, a quienes más adelante llamará espíritus letrados, que insisten “en pensar la emancipación y la crítica en términos desmitificadores, como la posibilidad de ver unos hilos ideológicos que no se veían, y que solo podrían ver quienes habrían adquirido un cierto saber”, tampoco pueden fácilmente “desprenderse por completo de las naturalizaciones de la ideología, dadas las corporización prerreflexivas que los habrían conformado” (p. 32). Lo que entiendo aquí, entonces, es que incluso en esta teorización desmitificadora de la realidad que pretende buscar maneras de emancipación, (propia de lo que hoy conocemos como la teoría crítica contemporánea y con la que Quintana establece un diálogo crítico, específicamente con Guy Debord, Giorgio Agamben y Slavov Žižek) está en juego no solo una concepción de mundo sino varias maneras afectivas de experimentarlo, maneras arraigadas en el cuerpo: está en juego una corporización. Por lo tanto, una ‘corporización prerreflexiva’, me parece, vendría siendo una corporización que no está al tanto de que lo es. Y que prescribe cierto mundo desde ahí. 

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Las primeras oraciones de la Introducción requieren el uso de la imaginación reflexiva (o intelectual, por decirlo de alguna manera). Citaré tres preguntas que Quintana plantea en esta introducción. “¿Qué acontece cuando un cuerpo cuestiona la identidad, el lugar, las funciones que le han sido asignadas y se expone a otras experiencias y posibilidades vitales?” (p. 29). De entrada nos está invitando a pensar en una relación posible entre la identidad (el uno, la unidad, la homogeneidad) y cierta forma de régimen, de despojo, de opresión. Entonces, cuestionar la identidad implicaría exponerse a otras experiencias –múltiples– y otras posibilidades de experimentación de mundo. Hay algo en la noción de ‘identidad’ que pide y necesita posibilidades emancipadoras. A Quintana, creo, le interesa pensar en formas de emancipación colectiva que nutran, a su vez que pongan en cuestión, el espacio político e institucional: “¿Qué está en juego cuando una colectividad de cuerpos confronta ciertos dispositivos de regulación para exigir que otras formas de vida, y modos de ser con otros, puedan aparecer y ser reconocidas como igualmente válidas?” (p. 29). Desde luego, entonces, el propósito de la emancipación es pensar en una sociedad de mayor equidad, en la que quienes han sido negados en el sistema estructural, económico, social y político puedan ejercer agencia sobre sus propias vidas, cuerpos. 

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En ese sentido, Quintana hace una pregunta que, creo, incide buenamente en la relación que ella establece entre corporeidad y emancipación: “¿En qué medida tales transformaciones requieren otro tipo de imaginarios y formas de percepción como los que pueden propiciarse en prácticas de experimentación con la imagen, el gesto, las palabras, los afectos?” (p. 29). Sabemos que estos imaginarios están sujetos también a las miradas con que el sistema capitalista y patriarcal organiza las relaciones sociales y con ellas oprime y discrimina. Como la imagen, por ejemplo, que tradicionalmente ha sido gobernada por la mirada masculina, o las palabras, con las que no sólo el patriarcado ha escrito la historia del mundo sino que sólo los hombres han podido usarlas. Pero creo que Quintana pide volcar la atención a ellos y estas formas distintas de percepción porque en allí  puede despertarse una forma alternativa de acceder a un saber que ni siquiera lo sea: un saber-no-saber, un vivir, tal vez, un experimentar, que nos posibilite maneras otras de restaurar una agencia. 

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Estos imaginarios, por otro lado, casualmente rodean y hacen parte de mi vida, y no puedo perder aquí la oportunidad de pensar sobre lo que yo hago (actúo). Entonces, el que haya maneras otras de aproximarnos a movilizaciones emancipadoras, y de cierta manera separadas de una lógica tradicional, implica que merece ser “[problematizada] la presunción de que es tarea del intelectual crítico poner al descubierto las redes de poder que sujetan a la gente y que esta no estaría pudiendo ver” (p. 44) y considerar que las personas tienen un potencial transformativo que está atado a su experimentación de mundo, a su cuerpo, una experiencia que puede estar condicionada por situaciones de necesidad que han erigido una corporeidad específica. Emanciparse sería, entonces, salir, o querer salir, de esa corporeidad.

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Así, Quintana insiste en pensar a la emancipación como un asunto estético, desde una lectura afectiva y reflexiva de la obra Rancière. Es un asunto estético en tanto implica buscar una corporeidad distinta a la asignada, es, antes que nada una “ruptura con una corporeidad” (p. 35, énfasis mío). La ruptura es con la corporeidad que encierra al sentido dentro de la noción dolorosa de identidad y a su vez cierra varias posibilidades otras de ser corporalmente. Es un asunto estético porque el cambio de corporeidad supone una decisión, que además resulta en la inscripción en otro mundo sensible. Una decisión que puede propiciarse en la exploración de otras prácticas, estéticas: no es una coincidencia, tampoco, el que Quintana nos pida volcar la mirada a otros imaginarios posibles (o formas de percepción) que nos hablan desde la imagen, el gesto, las palabras, los afectos. 

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Dentro de mi lectura de esta Introducción –que aparentemente y como pueden ver, me ha cambiado la vida– aprehendí que ‘darse a sí mismo un nuevo cuerpo’ –una fuerza emancipadora y transformadora para un cuerpo despojado de su propia agencia– viene de la posibilidad, del deseo, de “buscar otro tipo de vida” (p. 34), “el deseo de ser de otro modo” (p. 32). Esto es especialmente novedoso para mí –el que la emancipación esté relacionada con el deseo de ser de otro modo– porque de cierta manera es lo que llevo deseando desde que decidí dedicarme a la actuación, sin concretarlo, verbalizarlo, o saberlo demasiado. Pienso que quizá una de las razones por las cuales quiero ser actriz es porque deseo ser de otros modos, y deseo buscar –y encontrar– otras vidas de manera concreta y constante. 

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Trixi

[1] “…las prácticas actuales del capitalismo producen numerosas formas de desposesión (de la tierra, de la fuerza de trabajo, de la movilidad territorial), que son también formas de desposesión de los cuerpos (de su plasticidad, de su poder de decisión, de su agencia), que operan desde ciertas narrativas, construcciones espacio-temporales, afectivas de estos (por ejemplo, la narrativa del subdesarrollo y la victimización), que los fijan en su impotencia” (p. 38). 

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[2] Misma cita de Rancière de la página 44 de la introducción, traducida por Laura Quintana. 

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[3] Cita a Rancière. Pag. 35.

¿Por qué queremos actuar? –es decir, por qué quiero yo actuar–, ¿qué de poder configurar ¿replicar?, ¿construir?, ¿recrear?, ¿interpretar? a alguien en su especificidad es lo que me seduce? ¿Porque nos seduce la posibilidad de ser otro cuerpo? Al pensar en mí y en mi deseo –¡eso es lo que hace un actor, buscar otro cuerpo!– pienso en la labor del actor, en una labor general, (como si esto fuera un tratado teórico-marxista de los fundamentos de la actuación, o como si estuviera reescribiendo Hacia un teatro pobre: nada de lo que yo planteo acá es un esquema, una teoría o un compromiso social para con nadie), y me pregunto: ¿el hecho de que deseemos buscar otras vidas, otros cuerpos, quiere decir que, de entrada, el actor es un cuerpo emancipado? 

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Y no lo creo. ¿Cuántas veces hemos visto al mismo actor hacer el mismo papel? (¿Cuántas veces ese papel no es el actor mismo?) ¿Cuántas veces Jennifer Anniston hizo de Rachel Green en diferentes películas? ¿Cuántas veces Marlon Becerra no ha hecho del mismo malote? ¿Cuántas veces no hemos visto a Matthew McConaghuey hacer de Matthew McConaghuey –polémico, lo sé– en cada película? (¿Quién seré yo para andar chuleando o tachando actores que evidentemente me superan de varias formas? Gracias, me pregunto lo mismo). Comprender, o plantear, la pregunta de la emancipación (en cualquier forma que se pueda, aún si es no-verbal y viene como un instinto poco concreto), nos deja pensar como actores que cada personaje es diferente, y por similar que sea a otros o a nosotros mismos, necesariamente va a tener diferentes hábitos, diferentes maneras de hablar, va a poder estar más o menos en contacto consigo misma, va a querer ciertas cosas y descartar algunas más, o incluso puede no darse cuenta de que ciertas cosas existen y lo rodean. ¿Cómo podemos entender a las personas –que luego vendrían siendo los personajes– si no entendemos los mecanismos con que se erige el mundo y las maneras en que los cuerpos se mueven y se desarrollan en su entorno? ¿Si no entendemos a los cuerpos cómo podemos encarnar uno? Creo que para el actor sí es importante, si no necesario, preguntarse por el mundo concreto, el contexto (sensorial, social, perceptivo, histórico), que rodea a un personaje. Esto puede sugerir una distancia con la propuesta de Quintana, en la que los cuerpos podrían ser capaces de deshacerse de sujeciones desde un cambio en la posición corporal, desde la capacidad de buscar otras maneras de experimentar el cuerpo. Sin embargo, no creo que esta salvedad se separe en grandes términos de Quintana: el ejercicio de entender a un personaje debe ser siempre corporal, práctico si se quiere, pues si no se puede ver el contexto en el cuerpo del personaje, si no se manifiesta o se materializa el entorno en la vida, el cuerpo, los hábitos, los deseos, la manera de hablar del personaje, entonces el ejercicio actoral, a mí modo de verlo, se queda en una instancia prerreflexiva. La pregunta ¿si no entendemos a los cuerpos cómo podemos encarnar uno? no sirve de gran cosa si no podemos llevar ese cuerpo otro al cuerpo nuestro.

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La dimensión estética de la emancipación comprende “un modo de inscripción en un universo sensible” (3). Esto quiere decir necesariamente que comprende a cuerpos que caminan como caminan, hablan como hablan, se mueven como se mueven, y son como son por el universo al que están inscritos, por las maneras en las que su trabajo les pide o les permite usar el cuerpo, por la cantidad de horas que pasan dedicándose a algo en específico, por los intercambios familiares y amorosos que han tenido, por lo mucho o lo poco que su entorno les requiere hablar, por si tienen celulares o no, por si pueden usar todos sus sentidos, por si pudieron ir a la universidad o si podrían haber pagado una: los cuerpos son como son por las dinámicas sociales, políticas y económicas –contingentes– que los rodean. Tal vez cojean, tal vez caminan con pasos descomunalmente largos, tal vez las puntas de los pies miran hacia afuera, o para adelante. Tal vez hablan rápido, dicen groserías, hablan con la boca tensionada, tienen aparatos que les restringen la movilidad de la mandíbula, hablan elocuentemente, tartamudean o simplemente les cuesta sacar la voz. Tal vez les gusta el brócoli, o no, tal vez comen el pan sin los bordes (o se comen sólo los bordes), comen lo mismo todos los días, desayunan lo mismo todos los días, comen en exceso o sin darse cuenta, tal vez viven en estado de hambre porque no tienen dinero o porque se auto infligen la desnutrición. Quizá tienen fuerza, quizá no tienen fuerza, quizá la pantorrilla es el músculo más virtuoso o lo es el abdomen, tienen dolores de espalda, visten prendas vaporosas o uniformes rígidos. Y cada una de estas características viene de experiencias y vivencias específicas, pero también moldea su cuerpo de maneras específicas.

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Una corporalidad, entonces, siempre va a hablar de un imaginario, una vida. De modo que cuando pensamos en la historia de una persona, viene una corporalidad expresa. Un cuerpo es la historia que reside en él. No puedo pensar un cuerpo sin historia. 

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En una cita que Quintana extrae de una entrevista, Rancière lo deja claro: “en el siglo XIX, ser obrero es estar provisto de cierto cuerpo, definido por capacidades e incapacidades, y por la pertenencia a un cierto universo perceptivo. La emancipación es una ruptura con esa corporeidad, por ejemplo, una ruptura entre la mirada y los brazos” (pag. 35). ¿Qué implicaría una ruptura entre la mirada y los brazos, que la vista de un obrero en el siglo XIX no esté signada por el espacio reducido, mínimo, que hay entre los ojos y los brazos?, ¿cómo esto puede sugerir, también, que su espacio corporal sea, tal vez, un espacio pequeño? Los personajes son difíciles de encarnar cuando nos olvidamos de que son cuerpos inscritos en momentos históricos específicos, con intereses, deseos y conflictos signados por sus experiencias. Cuerpos que se erigen a partir de, en contra de, gracias a, en torno a, otros cuerpos y en espacios determinados. También es cierto, sin embargo, que muchas veces los actores respondemos a escrituras, a guiones o arquetipos que a veces pueden no traer personajes ricos, coherentes o interesantes. La pregunta de la emancipación nos concierne a quienes nos interesa la ficción. 

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Es desde una comprensión holística de las circunstancias dadas de un personaje, casi divina, tal vez una comprensión prerreflexiva, que el actor luego puede contorsionarse, buscar ese cuerpo. Cada acción que el actor encuentre para su personaje tendrá un significado diferente, por más de que sea una acción universal como “llorar”, “cantar”, “sentarse”. ¿Qué quiero decir con esto? Que cada acción, por universal que sea, se manifiesta de manera diferente en cada cuerpo. Pero también, que cada acción está queriendo decir algo diferente dependiendo de las necesidades instantáneas de ese personaje, de la situación que está pasando por el momento. ¿Se come las uñas? Puede ser porque tiene hambre (por qué tendría hambre), puede ser porque es nerviosa (por qué sería nerviosa), puede ser una adicción a la que es inevitable recaer y cada vez que se las come es una batalla dolorosa consigo misma. Cada manera de ejecutar la acción es diferente: depende de los motivos con que se hace, las razones (o necesidades) que tiene el personaje para hacerla. 

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Creo que este nivel de especificidad –del que es muy bonito hablar y todo, pero hágalo a ver– no puede abrazarse si no nos planteamos, al menos, las preocupaciones que sugiere la pregunta de la emancipación como actores o actrices. El actor no es un cuerpo emancipado solo por querer o desear ser de otro modo, y eso puede verse en el mismo ejercicio de encarnación o interpretación de un personaje: puede verse en y desde el cuerpo del actor en su oficio. Puede que encarne a otro cuerpo, puede que desee ser otro cuerpo y que, finalmente, nunca haya una ruptura en su corporeidad para buscar la del personaje. Cierro este texto con la certeza de que este discurso, en últimas, no es más que fogosa palabrería, palabrería además tremendamente cuestionable o debatible. Lo bello de nuestro oficio es que vive en la práctica.

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Maclau

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